Una vida junto a Alba Correa Escandell, quien se adelantó en la partida el 16 de julio de 2008, dedicada a la convivencia creativa, a la creación poética, a la difusión de poetas, a la búsqueda de los mejores lazos humanos.
por Ciela Asad
Alberto se fue de viaje la tarde del 2 de mayo pasado y es muy difícil poner en palabras lo que sentimos quienes fuimos sus amigos, quienes publicamos por primera vez gracias a él y a Alba.
Es difícil porque el amor hará que mis palabras vuelen hacia el territorio del recuerdo (volver a pasar por el corazón) y, siendo tan reciente, esta nota estará atravesada por la emoción.
Activo colaborador del Colectivo Poético Teatral Vuelos y de la Biblioteca Alba Correa Escandell, que se integró a la Biblioteca Popular 9 de julio de Castelar el año pasado.
Desde que se casó, en el año 1946, vivió en Castelar, donde instaló su consultorio dental en la calle Italia 830. Allí conoció a Salvador Galup, su gran amigo, ilustrador de muchísimos poemas de Alberto, que se exhibían en diversos salones y también podían apreciarse en el living de su casa.
Fundaron junto con Alba una revista, Hojas del Caminador; desde allí daban a conocer poetas, compartían ensayos y recomendaban lecturas. También Empresa Poética, con la colaboración de Simón Kargieman y Luis Iadarola. Esa revista-libro ofrecía un panorama de la poesía argentina y latinoamericana, en cada número elegían a un autor al que presentaban con un ensayo, también obra de consagrados y de jóvenes desconocidos.
Recuerdo la primera vez que fui a su casa: sentí que necesitaría muchos ojos y muchas visitas para contemplar y apreciar las vitrinas cargadas de caracoles, restos fósiles y objetos recogidos de sus viajes e investigaciones. Los cuadros de Salvador Galup, las caricaturas, los libros que se multiplicaban en estantes, estanterías, bibliotecas, cajones, mesitas, mesas en cada habitación, incluido el baño. Así como las fotografías que Alba ordenaba con fecha y título en álbumes, pizarras que colgaba de las paredes y en las que, cuando pasaron los años, era un orgullo descubrirse.
Nos conocimos en una performance poético teatral que realicé en la Sociedad de Fomento de Castelar, junto al músico Nelson Lema, hace más de veinticinco años
Al terminar la función, se acercaron y me hicieron una devolución reveladora (para esa época las ‘puestas en cuerpo’ de mis poemas eran una total rareza). Estaban visiblemente conmovidos, porque además vieron en mí a quien fuera una gran amiga de ellos que ya había fallecido: Elba Fábregas (poeta-titiritera-actriz).
Así eran ellos, creaban lazos de amistad profundos, sin mirar edad, profesión, nacionalidad ni distancia. Alberto mantuvo correspondencia con escritores durante toda su vida: intercambio de libros, reflexiones, ensayos.
Alba y Alberto se ocuparon que el público de aquella primera ‘poesía puesta en escena’ se llevara los poemas editados.
A eso siguió un regalo de cumpleaños: una edición artesanal, con la ilustración de una máscara, realizada por Salvador Galup.
Siguieron noches, tardes y días enteros de charlas, viajes con mis hijos pequeños a la casita de fin de semana que tenían en Nueva Palmira. Lecturas en voz alta, correcciones poéticas, clases de cocina, reír, llorar y hasta dormir en un mismo cuarto todos juntos.
Las lecturas y conversaciones sobre arte, poesía, literatura, naturaleza, mitología, política, hasta altas horas de la noche, fueron privilegiadas ceremonias de amistad.
Fueron como abuelos para mis hijos, padres literarios y mejores amigos.
Con Alba podía conversar intimidades y siempre sus palabras ponían luz sobre las cuestiones que me preocuparan. Siempre me estimularon, me impulsaron, animaron y levantaron el ánimo cuando sentía que el camino elegido se ponía difícil.
La presencia de Alberto y Alba en mi vida fue una bisagra, sobre todo un regalo de la vida, una bendición.
Conocí a través de ellos a muchos poetas que hoy son amigos: Alberto Arias, poeta y editor, quien publicó muchos libros de Alberto y lo acompañó hasta el último suspiro; María Montserrat Bertrán, Víctor (pajarito) Cuello, Beatriz Taboada, entre muchos otros.
Viajamos a Cuba al centenario del poeta Manuel Navarro Luna, integrando una antología de poesía rioplatense. Su presencia era muy querida, respetada y valorada, era serio hasta en lo cómico. Una noche nos disfrazamos, a él lo pinté de negro y bailamos con nuestro grupo íntimo en el hotel, claro que los otros poetas nunca lo vieron, le hubiera dado mucha vergüenza…
Tomaban clases ‘secretas’ de expresión corporal que yo les daba en la calle Italia, a cambio de clases de francés. Excusas para estar juntos y seguir disfrutando.
Cumpleaños, comunión de mis hijos, aniversarios de Vuelos… visitas a museos, bibliotecas, espectáculos, murgas.
No le gustaban los homenajes ni la literatura de vidriera. La última vez que fue a la Feria del Libro lo acompañé y me dijo al oído: “Es la última vez, acá no está la literatura”.
Aceptó un homenaje que le hicimos en la Plaza de los Españoles, en Castelar. La aceptó porque era un homenaje juntos, a Alba y a él, organizado por Vuelos, en una plaza pública, como esas lecturas maravillosas de las que habíamos participado en Cuba.
Como parte del homenaje había video-poemas, recitales, murgas y… una performance en el árbol de la plaza. Allí colgamos ejemplares de sus libros, en los brazos de un árbol que iluminamos. Aprendimos a trepar para ‘bailar’ la poesía de ambos con música en vivo. Cuando terminamos hizo el gesto de treparse, jamás olvidaré su rostro de niño feliz, y dijo: “Ahora sí me quedo tranquilo… los poemas están en los árboles”. Es que Alba y Alberto eran árboles que se multiplicaban en ramas, bosques de sentido.
En una ocasión, hará siete años, fuimos con Daniel Cuzzolino, mi compañero, y Claudio Turica (músico) a ver murgas, y él recordó súbitamente que había escrito canciones para la murga de su barrio en su infancia y se vestía con traje de arpillera.
En fin, no me alcanzaría un diario entero para contar tantas anécdotas y aprendizajes.
Tenía cien años cuando partió. El 16 de junio cumpliría 101. Siguió escribiendo hasta pocos meses antes de partir. Yo creo que siguió escribiendo en su mente hasta el último momento. La presencia de los amigos podía levantarlo de cualquier decaimiento.
De él dijo una vez Roberto Juarroz: “Ponzo es un poeta que no teme a la inteligencia, tanto en el uso de la palabra cuanto en la soltura y rigor de la invención. Amor e inteligencia hay en esta poesía, que a veces son casi lo mismo… Ponzo aborda la poesía como instancia de revelación y comunicación… poesía que abre las palabras para que el hombre respire”.
Siento profundo agradecimiento por haber podido respirar su cercanía y calor humano. Cerca de ellos sentí que mi propósito era ser mejor persona. Aprender hasta el último día de mi vida.
Gracias amigo Ponzo. Que puedas pasear montado en palabras infinitas junto a tu querida Alba. Los que nos quedamos un ratito más por acá sabemos que tu poesía seguirá siendo fuente de caminos.