Rostros serios. Ceños fruncidos. Cara de pensamientos existenciales.
Por los pasillos de las grandes cadenas de supermercados se murmura un silencio como de río.
Ellas no dudan, van al hueso. Ellos se paralizan frente a la góndola de las botellas de sodas.
Ellas hacen cuentas rápido. Ellos se quedan perplejos mirando el precio de los dentífricos.
Ni hablar si se dan una pasada por el sector de «Frescos», de la horma de queso al psicólogo hay un paso.
Es que ya no se trata del aumento zarpado de un paquete de fideo y una simple salsa de tomate; ver el precio de un tubo de muzza es entrar en otra dimensión. Es sentir que estás adentro de la serie Dark. Yendo y viniendo en una máquina del tiempo.
Con razón los mayoristas del costado de la Panamericana pusieron ventiladores y aires en cada rincón. Son como paseos de 5 horas.
Hay combos de tres productos iguales que te dejan reculando. Para ahorrarte mil mangos terminás comiendo galletitas de arroz por tres meses.
El otro día nos enteramos de un tipo que te rociaba con Off por quinientos pesitos. Frente y dorso, eh.
Alguien se ríe. Alguien llora.
Palo y zanahoria. Vigilar y castigar.
Afuera llueve, sale el sol, hace frío, te morís de calor.
Dicen que pusieron un domo de vidrio en el Congreso, que hay pelados y pelucas por doquier.
Que bajó la carne, que subió el arroz. Que los hilos se mueven con furia y en el fondo del alma un perro envuelto de granadas te mira con ojos rojos de mina borracha esperando dar la orden para salir a matar o morir.
Se apaga el verano. Se sigue de pie. Se aprende a restar primero para sumar después, cuando te escondan los productos hasta la nueva temporada de House of Cards.
Tomate un litro de nafta, compadre, a ver si en una de esas los mosquitos se van a picar a otra parte y rebobinás hasta el día en que fuiste a las urnas con olor a desparpajo.
Pasamos de «Elijo creer» a «Finjamos demencia» en menos de lo que canta un gato.