
Esta nueva sección de El Apogeo online es una idea de Jorge Darget, coordinador docente del taller literario Letras Rabiosas dictado por la Subsecretaría de Cultura de la Municipalidad de Pilar.
por Omar Zárate (escritor de Del Viso)
Salgo después de casi una semana sin hacerlo. La vez anterior fue: al médico (dejar para hacer receta), farmacia (compra medicamentos), ferretería (compra pintura, algo hay que hacer), y al chino (cosas que faltan).
Hoy mi salida arrancará por el veterinario, los gatos necesitan antipulgas, nosotros también. La perra, un calmante para su cadera viejita. Salgo en el auto, son 8 cuadras, en el camino el principio es casi el de siempre. En la esquina está parado haciendonoséquéelmismotipoqueestáparadosiemprequesalgo y que vive en esa esquina, lo saludo y responde con manito alzada.
Continúo, no hay vecinos sentados a la vereda, pero sí algunos de los muchachones que suelen juntarse en esa esquina, muchos menos, hoy son tres y parecen de paso, no que están ahí charlando. Me alegra esta situación, por partida doble. Por un lado, porque parece que están cumpliendo la cuarentena obligatoria dentro de sus casas. Por el otro lado, porque cuando no la hay, la mayoría de la gente camina por la calle ocupando gran parte de la misma obligando a uno a ir esquivando para no pisarlos.
Llego a la veterinaria, veo la cola. Hay seis o siete personas, calculo (con la gente que creo debe estar adentro) con respectivos perritos y/o gatitos. Me alegra no ver elefantes, lo que haría que tardara mucho en atendernos a todos. Sin embargo, sigo, prefiero ver los otros puntos a los que voy, puede que haya menos gente y al volver se haya descongestionado.
Siguiente punto: un mayorista de golosinas y artículos de almacén, compraré galletitas, harina, yerba y algún otro alimento. No hay casi nadie, entro, elijo, pregunto por harina porque no veo y me informan que no hay y que llegará al día siguiente; lástima, no volveré mañana. Casi enfrente hay un cotillón, que además vende artículos como chocolate para los huevos de pascua. Mi nuera ha encargado una tableta de 800 gramos con la intención de hacerlos. La cola es de 14 personas bien separadas y ocupa media cuadra.
Decido volver al veterinario, estaciono casi enfrente, veo que sólo quedan dos personas afuera, espero, consigo lo que buscaba, salgo. Me he cruzado con bastantes personas, pero no es lo de siempre y en cada lugar se respecta el distanciamiento y se está tranquilo.
Dejo el auto estacionado ahí y regreso caminando dos cuadras hasta el cotillón, esta vez no hubo suerte, la cola sigue igual o mayor. Claro, tampoco tardé tanto. Pienso si quedarme o no, miro la hora ya que lo último que tengo que hacer es ir a retirar las recetas que dejé la semana anterior. Quiero preguntarle algo al médico y sé que llega 13:30; observo la hora y veo que son 12:40. Tengo 50 minutos y estoy a unas ocho cuadras así que no me llevará mucho tiempo ir hasta allá. Decido hacer esa cola y esperar, se mueve bastante rápido. Han trabajado bajo pedido por teléfono y es solo venir a retirarlo, y pagar, obvio. Trabajan a puertas cerradas. Salen por la puerta chiquita de la cortina metálica, pero hay por lo menos tres atendiendo. Me jode un poco ver personas paradas en el frente justo de ese negocio, me da la impresión que están estorbando o que quieren colarse. Al ir avanzando, entiendo. Sucede que hacen el pedido y mientras van a buscarlo se hacen a un lado para esperar. O sea, van cambiando los que están parados allí. Me alegra saber esto, pero me preocupa un poco porque hay como un amontonamiento que en realidad no es tal, hay una separación y todos están tranquilos y bien, ninguno estornuda. La chica que está delante de mí es atendida, lleva una bicicleta. En lugar de correrse, para el frente o el costado o más adelante, se queda en el lugar que estaba. Me toca a mí y debo pasar por el lado de ella, entre ella y otra persona que está esperando más afuera, casi en el cordón. “¿Y el distanciamiento?”, pienso, pero existe, justo, pero está. Hago el pedido, me lo traen, regreso al auto.
Debo cruzar (de nuevo) la ruta que comúnmente es un hervidero de autos, camiones, colectivos, gente caminando, en bicicletas, motos, etc. Hoy aparece con muy poco movimiento. Lo mismo espero el semáforo y cruzo, todos los negocios están cerrados. Llego al auto, este paseo en un lugar apocalíptico paradisíaco me gusta, no hay zombies que me corran, solo poca gente sin apuro que casi ni nos miramos por las dudas que nos pasen algo que no queremos. Y no queremos casi ni nombrarlo. Voy hasta el médico, retiro las recetas, hablo con él, me da una orden para vacunarme contra la gripe ya que me faltan un par de años para la edad de corte. En el camino de vuelta cruzo a una mujer con dos chicos, en mi cabeza los dos guías se pelean. El diablito me dice: “¿Qué m… hace esta mina con dos pibes en la calle, a dónde va? Inconsciente”. Y el angelito dice: “Tal vez no tiene con quién dejarlos, imaginate que los deje solos y por una travesura propia de chicos les pase algo, ¿qué dirían los que, como diablito, piensan que sólo es inconsciente? Seguro dirían que fue inconsciente por dejarlos solos”. Esa es la gran inquietud de este momento, ¿cómo podemos meternos en la piel de cada uno de los que sale, de los que no salen, de los que tienen miedo, de los reales inconscientes y juzgarlos? ¿Desde qué punto de vista los juzgaremos? Mientras regreso voy pensando esto.
En la esquina sigue parado haciendonoséquéelmismotipoqueestáparadosiemprequesalgo. Lo saludo. Llego a mi casa, ya está todo preparado para mi entrada. Llevo las bolsas a la puerta trasera, las dejo en el piso, mi señora las va entrando y repasando con una rejilla convenientemente preparada con la solución con lavandina que aconsejan. Yo dejo mi calzado afuera, al sol, me desvisto, la ropa al lavarropas y yo a higienizar mis manos y todo mi cuerpo. Se ha terminado mi nueva aventura por el mundo actual.