Por Victor Koprivsek
Tal vez se repita en todo el mundo este axioma que no falla: la primera barra de amigos y amigas es la de tu cuadra.
Cuando de pibe volvías del colegio y revoleabas la mochila para salir a jugar a la vereda y enseguida se armaba el picadito, la escondida, la mancha, o simplemente nos sentábamos en el cordón a ver pasar la vida.
Por eso, el kiosco de la cuadra era un altar sagrado. Todas las monedas de tus viejos iban a parar ahí. ¡Son tantas las golosinas en la memoria de la infancia!
Y nosotros teníamos a Coco y a Pedro, su kiosquito estaba a mitad de cuadra, pegadito a lo de Paula y Guille Toledo, en diagonal de la casa de Fernanda y Martita Bertazzo.
Todo cerca, en la esquina el almacén de la abuela Teresa y la tía Maringa, a la vuelta, cruzando la calle grande, el Club Derqui y encima, si nos enfermábamos, teníamos al tordo Fulco en nuestra cuadra. Sí vecina, al más grande.
¿Cómo no íbamos a sobrevivir siguiendo adelante superando cualquier obstáculo si crecimos ahí donde teníamos todo lo necesario para ser felices?
El amor de nuestros viejos, la incondicionalidad de los hermanos y hermanas, la risa de la primera barra de la amistad, y, como si fuera poco, el resto de la vecindad para cuidarnos, doña Irma, la Chola, la rotisería de Margarita y la carnicería de Gino.
Por eso mi cuadra fue la mejor del mundo mundial.